Y fue en democracia...



Con británica puntualidad sonaba la campana y se escuchaba el silbato del guarda anunciando la partida. El tren a Paraná salía a la una de la mañana de Concepción del Uruguay y llegaba a la capital en seis horas. El precio era la mitad de un pasaje en colectivo y la experiencia todo lo contrario. El tren acercaba pueblos y gente. Unos dormían arropados en sus mantas y otros se hacían amigos de viaje para una partida de baraja o para compartir el mate y el sánguche. En el tren había guitarras de estudiantes, libros de maestras y gallinas vivas en una bolsa que cada tanto aleteaba y se sacudía. Gracias al tren navegamos mares azules de lino y fuegos brillantes de girasoles. Aprendimos la toponimia de los pueblos (déjennos este dulce encanto de enumerar: -piiiiiiiiiiip- Uruguay, Caseros, Herrera, Mantero, Basso, -quetrén quetrén- Rocamora, Tala, Sola. Andrade, Lucas González –quetrén quetrén- XX de septiembre, Nogoyá, Hernández, Aranguren –quetrén quetrén- Ramírez, Camps, Crespo, Tezanos Pinto, -quetrén, que, tren, que…- Paraná –puufffff-). En tren aprendimos historia, geografía, agricultura, botánica, recetas de cocina y curas milagrosas Mientras tanto escuchamos estériles y colonizadas -¿interesadas?- discusiones que contraponían al ferrocarril con el transporte automotor. Letanías mil veces repetidas sobre que el ferrocarril daba pérdidas multimillonarias. Relatos dolorosos a veces por reales y otras por infames, sobre obreros y empleados ferroviarios que robaban al ferrocarril y vivezas criollas de empleados públicos, partidos políticos y argentinos mal nacidos que se aprovecharon hasta lo último de los beneficios de un Estado generoso. Los vagones se rompieron. La maledicencia y la zoncera criolla gastaron los rieles hasta que todo estuvo listo para que el virrey del imperio. Ese que nadie votó pero ganó cinco elecciones consecutivas, dictara sentencia de muerte: “Ramal que para, ramal que cierra”. Y el tren cerró. El pasto tapó las vías, se robaron los durmientes, desguasaron las locomotoras, diputados y senadores votaron la privatización, se destruyeron las estaciones y los pueblos quedaron solos, vacíos y lejanos. Algunos lloramos aquel día en que el último tren partió hacia Paraná. Algunos reímos al recordar aquella tarde en que un coche-cine traqueteaba las fantasías de dos gurises que jugaban a viajar por el mundo mientras en el vagón inmóvil se proyectaba una película. En el camino, en la vía, muchos argentinos son responsables de que por la estación de nuestras vidas el tren no pase más. …Y fue en democracia.

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